Dicen que en el siglo XV vivía en Venecia un fabricante de espejos, que ofrecía delicadas obras a las damas y portentosos muebles a los nobles. Cierto día llegó a su morada un hombre de tez morena y vestimenta negra, con una sonrisa hedionda y torcida. Tras saludar al fabricante de espejos por su nombre, el hombre de piel oscura se reveló como nigromante de Oriente, mago, adivino y hechicero. El fabricante de espejos, asustado, intentó echarlo de su casa, pero el nigromante alzó su mano llena de anillos de plata, y le dijo que en breve un noble le pediría algo imposible, y que tan sólo el nigromante podía ayudarle a conseguirlo. Ignorando al mago, el fabricante de espejos le hizo salir, pero no pudo olvidar la advertencia.
Así fue que llegó a su hogar un noble, orgulloso y pelirrojo, que vestido de seda y armiño le ofreció tanto oro como no había visto el fabricante de espejos en su vida. El noble le hizo un encargo, le pidió un espejo distinto a todos los espejos, tan especial y magnífico que todos quedasen sorprendidos ante él. Cuando el noble se marchó, la advertencia del nigromante volvió a resonar en la cabeza del fabricante de espejos. Salió a las calles de Venecia, atravesando los puentes, recorriendo las callejuelas, cruzando los canales, buscando, en definitiva, al mago de Oriente. Cuando volvió a su casa, al anochecer, cansado y desesperado, el nigromante le esperaba sentado en el portal, con una sonrisa codiciosa en los ojos. Haciéndole pasar, el fabricante le ofreció una cuarta parte del oro a cambio de su ayuda, pero éste lo rechazó, diciendo que tan solo pedía obediencia ciega y secreto, lo cuál el fabricante aceptó sin rechistar.
Tomaron una lámina de vidrio, y la cortaron con un diamante hasta darle una forma perfectamente redonda. El nigromante entonces tomó el diamante, y se acercó al vidrio recién cortado. El fabricante intentó detenerle, temiendo que dañase el cristal, pero el mago pidió tranquilidad, y con cuidado y meticulosidad escribió en el margen del círculo setenta y nueve símbolos que el veneciano no había visto nunca. Luego el nigromante sacó una bolsa de cuero y un bote de cristal, que apestaban a muerte y putrefacción. En el bote se veía un líquido espeso y rojizo, que el fabricante reconoció como sangre. En el saco pudo ver, cuando el nigromante lo abrió, una mano humana, reseca y verdosa, que le hizo trastabillar hacia atrás. Pidió el mago un hornillo, y en él colocó la mano, vertiendo encima la sangre. Con yesca le prendió fuego, y un vapor oscuro de olor dulzón llenó el taller, haciendo que el veneciano se tapara la nariz con su pañuelo. En ese fuego ahumaron el cristal por completo toda una noche, hasta que la más absoluta negrura habitaba en su interior.
Llegó la hora de azogar el cristal, por lo que el fabricante hizo traer mercurio y estaño. El nigromante tomó uno de sus anillos de plata, con una piedra de jade engarzada, y arrancando la piedra hizo fundir el anillo, y mezclarlo con el estaño. Luego sacó un frasco retorcido y vertió su contenido sobre el mercurio, tiñéndolo de negro. Con esos materiales, azogaron el espejo, dejándolo reposar bajo un paño y varios pesos durante todo un día. Cuando terminaron, tenían un espejo pequeño, redondo y absolutamente negro, que tan sólo reflejaba a la persona que lo disponía ante sí. Sin duda era algo excepcional. El nigromante se despidió, con una inquietante sonrisa, y partió de nuevo. Por su parte, el fabricante de espejos encargó a un orfebre un soporte de plata para el espejo, y cuando estuvo terminado, se lo entregó al noble.
La presentación del Specchio Nero, el Espejo Negro, fue por todo lo alto, en un pequeño palacete. Las damas se acercaban para observar el extraño artefacto. Los nobles se maravillaban de su extraña apariencia. Pero el dueño del Espejo no se acercó a él toda la noche, ya se había mirado en él muchas veces antes de aquella fiesta, y no quería volverse a mirar allí nunca.
Y es que tras el Espejo Negro se esconde un reflejo que no te devuelve la mirada, pues al observar sus ojos descubres que está mirando por encima de tu hombro. Te espera tu sombra, que se ha hecho poderosa, y ya no siente sus ataduras, siendo libre de hacer lo que le plazca. Yace la maldad que ocultas en el fondo de tu alma, las sombras que no quieres admitir que haya en tu interior. Observas el gesto, y es el tuyo, pero parece más depravado y vicioso de lo que recuerdas. Y entonces tu rostro se contrae de temor, pero el que hay en el Espejo Negro no varía. Hasta que al fin observas en lo más profundo de la oscuridad que rodea a tu reflejo, que hay alguien más allí dentro, y te está haciendo señales de que entres con él.
Nadie sabe dónde se encuentra ahora el Specchio Nero, pero el viento susurra que yace, cubierto de seda roja, en algún lugar de Venecia. Y el que espera tras el Espejo Negro es paciente, pues sabe que algún día alguien más se reflejará en él.